La Pasión de las Mariposas
Nunca en sus sesenta y cinco años de existencia, Fausto Delgado se había
despertado con tanta motivación y alegría. Al abrir sus ojos, sus pulmones se
colmaron con un suspiro de aire fresco y limpio, que lleno su cuerpo de energía.
-¡Coño! Que bien me siento hoy.
De sopetón, salto de la cama ágilmente, algo que no recordaba haber
hecho desde hacía más de tres décadas, allá cuando todavía era un joven soltero
estudiando en la facultad de medicina, para allá cuando había conocido a María
por primera vez.
-Viejo, levántate, que vas a llegar tarde a la oficina!
Fausto dejo salir un gruñido, una especie de válvula de escape que de
vez en cuando tenía que abrir para dejar salir treinta años de frustraciones y
desilusiones. Oír la voz de María (¡y que diferente esa voz! Nada ya tenía de
aquella dulce y tierna voz de aquella muchacha que le había ofrecido su pureza
por primera vez en aquellos años en la facultad de medicina) lo despertó, y por
un momento, pensó que todo este sentimiento de energía y felicidad había sido
un sueno fugaz.
-¡Voy, mujer, voy! Carajo…
Caminando lentamente hacia el baño, se dio cuenta que sus pasos no eran
tan pesados como los de ayer. Su pierna derecha, cuya rodilla había sido roída
por los estragos de la artritis hacia unos buenos años ya, se sentía fresca y
liviana. Comprobó su nueva agilidad dando unos brincos suaves al frente de la
puerta del baño. Satisfecho de que lo que estaba viviendo no era un sueño, se
impulsó y brinco tan alto como para tocar el techo varias veces. Feliz, paso su
mano por su calva cabeza, solo para descubrir que ya no era su calva cabeza,
sino su cabeza llena de espeso pelo, con rizos briosos y abundantes.
-Diablo, ¡esta mierda de Rogaine si funciona!
Súbitamente, sintió que esa felicidad con la que se había despertado le volvía.
Le entraba por las piernas, le subía por la barriga, le colmaba el corazón y le
electrificaba todas las partes intermedias. Si no hubiese sentido un asco
gigantesco al imaginar a el cuerpo desnudo, gordo y arrugado de la mujer que lo
esperaba en la cocina, vestida en una macabra bata blanca de casa, manchada de
grasa y de sudor, quizás la hubiese abordado con sus deseosos brazos y la
hubiese llevado al cielo, allí mismo en la mesa del desayuno.
Fausto sintió un escalofrió en la espalda.
La María de hoy no tenía ninguna semejanza a aquella María de la
facultad de medicina. Aquella María era gloriosa, con una cintura angosta, con
caderas esplendidas, con un busto… ¡Ah! Aquello era una obra de arte que
inspiraba canciones… Canciones no. Operas
completas. Con arias sublimes y hermosas. Aquella María pudo haber hecho que el payaso Canio
bailara como una mariposa feliz y sin preocupaciones.
-¡Viejo! ¡Te dejé el desayuno en la mesa!
Fausto refunfuño entre dientes. Esta María no comparaba con la otra María.
Esta María era vieja y gastada. Aquella María le daba alas a su alma, esta María
lo que le dio fue un empellón de hijos que lo obligaron a abandonar la facultad
de medicina para, de alguna forma, alimentar las bocas de sus crías. Aquella María
era una diosa, esta María era una de las viejas de Macbeth.
Fausto se desvistió y entro a la ducha caliente.
Ya no existían diosas en su vida. No habían obras de arte, no habían
arias. No había inspiración en su vida…excepto ella. Si había algo que se
asemejaba a un sabor dulce en el amargo de su existencia diaria, era Elena. Elena,
su asistente personal, que se sentaba, gloriosa y sublime, en el escritorio al
frente de su oficina, su largo pelo negro carbón danzando suavemente con cada
movimiento de su cuerpo. Elena, usando siempre su lápiz labial de rojo fuego
pasión, tomaba sus llamadas con una voz melodiosa y angelical. Elena, quien
tomaba el dictado de las cartas, sentada esculturalmente, con las piernas
cruzadas, y el escote abierto y deleitoso.
-Quien tuviera cuarenta años menos…
Mientras se enjabonaba los sobacos, Fausto pensaba en Elena. Pensaba en
como ella se reía de sus chistes tontos. Como ella le decía “hay Don Fausto,
usted es taaaan malo” con aquella vocecita juguetona y tierna, marcando cada sílaba
sensualmente con aquellos labios de color fuego rojo pasión. Pensaba en como
ella recibía sus regalitos y ramos de flores con gracia y gratitud genuina,
algo que hacía que su corazón viejo y marchito por las piedras del camino se
deleitara como si tuviera veinte años. Elena era lo único que despertaba pasión
en su vida. Lo más que deseaba. Lo único que deseaba. En algún lugar de su
alma, esperaba que ella, de alguna manera, le correspondiera los sentimientos.
Pero la dura realidad era que…
-Carajo Fausto, que pudiera ser tu nieta.
Fausto cerró la llave del agua, y rápidamente se seco con la toalla.
Mientras que con la mano derecha alcanzaba la navaja de afeitar, con la izquierda
limpiaba el empañado espejo del baño. Encendió la pluma del lavamanos, tomo la
crema de afeitar y se miro en el espejo por primera vez en la mañana.
Y soltó un grito profundo mientras la navaja y el frasco de crema de
afeitar volaban hacia el piso.
-¡Viejo! ¡Estás bien!
-¡Estoy bien, coño! ¡Déjame en paz!
Pero la verdad era que Fausto Delgado no estaba bien. El adjetivo “bien”
no lograría llegar a describir el superlativo que sentía su corazón. Fausto se
estrujo los ojos varias veces para comprobar si lo que veía en el espejo era
cierto. Se pellizco las tetillas con fuerza para evidenciar si lo que estaba
viviendo no era un sueño. Cuando el
intenso dolor en su pecho le comprobó que lo que vivía era la verdadera
realidad, Fausto Delgado rió. Rió como nunca había reído en sus más de seis
décadas de vida.
La cara que lo observaba al otro lado del espejo no era la de Fausto Delgado,
de sesenta y cinco años, gerente de personal de una tienda de tercera. Era la
cara de Fausto Delgado, estudiante de medicina de unos veintitantos años.
-¡Gracias Dios! ¡GRACIAS!
Su corazón galopaba fuertemente, y su mente corría como maratonista,
mientras lágrimas corrían por su mejilla. ¿Qué haría ahora, que alguna magia
desconocida le había devuelto la vida y la esperanza? ¿Qué haría con esta nueva
oportunidad de ser alguien, de lograr algo, de ser feliz? Miles de ideas
corrieron por su mente a la velocidad de la luz. ¿Volver a la facultad? ¿Estudiar
para lograr lo que siempre se había merecido?
Luego de varios segundos
vertiginosos, su cerebro se centro en una idea, y solo una: Elena, la diosa, su
musa, su deseo, la ninfa de los labios rojo fuego pasión. Se había cumplido su
deseo más profundo, lo más que anhelaba su alma. Con unos cuarenta años menos,
podría entonces ser una pareja digna de Elena, el ángel de labios rojo fuego
pasión, con cabellos largos negro carbón.
Rápidamente, Fausto se vistió. Escogió su mejor traje, el traje de seda
italiana que reservaba para aquellas fugaces reuniones con los gerentes de la
tienda en las cuales siempre esperaba un ascenso al mundo de los ejecutivos,
pero siempre era desilusionado. Se empapo del perfume caro francés que María le
había regalado allá para su decimo aniversario, cuando todavía conservaba algún
espejismo de la curvatura sensual de su juventud, la cual todavía no había sido
destruido irreparablemente por los estragos de un cuarto embarazo. Y luego, muy
cuidadosamente, se peinó aquella melena que la naturaleza, Dios o algún hechizo
le había devuelto.
Sin decir una palabra, sin atreverse a suspirar tan siquiera, Fausto Delgado
se escabulló sigilosamente por la casa, hasta salir por la puerta delantera,
sintiéndose victorioso y contento. Tomó una gran bocanada de aire fresco y
condujo su auto precipitadamente por la autopista hasta llegar al
estacionamiento de la tienda.
Recto, orgulloso y temerario, caminó a través de la tienda hasta llegar
a la puerta que separaba las oficinas administrativas del piso de ventas. Agradeciendo
esa alineación cósmica que, de alguna manera sobrenatural, mágica, extraña e
inhumana, le había dado lo que más deseaba en la vida, abrió aquella puerta
sintiéndose el rey del mundo, el conquistador de Roma, el primer hombre en la
Luna. Con decisión, camino hasta el escritorio de Elena, sublime diosa del
deseo, y reconoció sus largos cabellos negro carbón, danzando dulcemente por su
espalda.
Por un momento, le parecía que la mujer sollozaba suavemente.
Sin miedo y con convicción, tomo el hombro de la mujer, con toda la
intención de voltearla y besarla apasionadamente, liberando por fin todo el
deseo acumulado, toda la pasión frenada y todo el sentimiento reprimido.
Y fue entonces que toda la tienda escucho un enorme y desgarrador grito
de horror al Fausto Delgado encontrarse frente a frente con la arrugada cara de
una mujer de sesenta y cinco anos detrás de un lápiz labial rojo fuego pasión.
(2011)
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